RESUMEN DEL ARTÍCULO
El otoño es un regalo de la naturaleza, una invitación a redescubrir lo esencial que a menudo ignoramos en la burbuja de las ciudades. En el mundo rural, las estaciones nos revelan su esencia más pura, ofreciendo un capital de experiencias y vivencias que nos conectan con la autenticidad de la vida. Los aromas de la tierra mojada, los colores que transforman el horizonte y los sabores de los frutos recién cosechados forman un mosaico de sensaciones que despiertan nuestros sentidos y nos resintonizan con los ciclos naturales.
Las estaciones, con su danza eterna, son el pulso del universo, un lazo invisible que nos vincula al todo. En el entorno urbano, ese vínculo se desdibuja en la monotonía de lo artificial, donde el paso del tiempo queda reducido a la alternancia del aire acondicionado y la calefacción. Allí, los matices y la profundidad de las estaciones se desvanecen, privándonos de una experiencia vital imprescindible.
El mundo rural, en cambio, es un refugio para lo elemental: un espacio donde las estaciones nos devuelven nuestra humanidad. Volvamos la mirada hacia esos paisajes, tradiciones y sabores que nos recuerdan que lo esencial sigue allí, esperándonos, como un poema eterno que resuena en nuestro interior. Es el momento de reivindicar y resignificar su belleza.
Este artículo ha sido elaborado por María Martos y Juan Carlos Casco.
ARTÍCULO COMPLETO
Igual que el espacio, el tiempo, la conexión con la naturaleza, la tranquilidad o el silencio son elementos necesarios para una buena vida de los que nos provee el mundo rural, cada estación del año nos ofrece un mosaico de experiencias que no podemos disfrutar en las ciudades. Por eso, en una serie de artículos, vamos a desgranar la riqueza y el capital experiencial que nos ofrece cada estación para revelar su belleza.
Las estaciones son el latir de la naturaleza, el danzar de lo auténtico y esencial, el ciclo universal del que formamos parte y que renueva permanentemente nuestra vida. Nuestro diseño biológico está programado para fluir con su discurrir, donde lo viejo da paso a lo nuevo en una renovación sin fin.
Son mucho más que el cambio de tiempo que percibimos tras los cristales de la oficina; son la esencia misma del existir, el cordón umbilical que nos conecta con el pulso del universo, el vínculo invisible con el todo del que formamos parte y que nos equilibra. Cuando perdemos la cadencia con su flujo y reflujo, nuestra armonía interior se rompe y nuestra salud física y emocional se resiente.
La necesidad de fundirnos con el medio natural y la inmersión sensorial en el entorno está en nuestra carga genética. Vivir las experiencias dinámicas de aromas, sabores, colores, sonidos y texturas en cada época del año es crucial para una buena vida, un bien accesible en el mundo rural frente a unas ciudades convertidas en burbujas que nos aíslan de los ritmos naturales y rompen el nexo con el todo, reduciendo las estaciones a la alternancia de la calefacción y el aire acondicionado, donde los matices fundamentales desaparecen y la oda a la vida se silencia.
El renacer de la vida y la acción de gracias
Si miramos en nuestro interior, podremos descubrir que tenemos un reloj biológico sincronizado con los cambios estacionales que regulan nuestros biorritmos. Tras el calor del verano, que abrasa el suelo, la vida se abre paso con las primeras lluvias que traen aromas de tierra mojada. La otoñada quiebra el suelo y reverdece el horizonte, la sementera siembra su promesa de fruto nuevo, y los campos y dehesas se llenan de productos silvestres (setas, espárragos, achicorias, acederas…) como un regalo divino para llenar nuestras despensas y deleitar nuestros paladares.
De repente, la naturaleza nos cambia el escenario y, sin darnos cuenta, nos sumerge en una nueva dimensión que permite renovarnos y resintonizar de nuevo con lo esencial. El ocaso del final del verano se convierte en promesa de renacimiento, como preludio de un nuevo comienzo y el surgimiento de un sentimiento de acción de gracias.
Capturar la belleza del cambio de estación es algo indescriptible que no se puede hacer solo con palabras o imágenes. Tendríamos que recurrir a la quintaesencia de los creadores para expresar tanta sensibilidad y emociones, como lo hace Vivaldi cuando nos interpreta el otoño a través de la música, en el danzar armonioso del violín, el violonchelo y el órgano para trasladarnos a la alegría de la cosecha, el descanso, las hojas caídas o la algarabía de la caza.
El otoño mágico y la celebración de los frutos
Muchas de las fiestas del otoño están asociadas a ritos iniciáticos ancestrales vinculados a la recogida de los frutos, que anticipan el crepúsculo del verano y el preludio del frío invernal. El trabajoso fin de las cosechas encuentra descanso y disfrute en las celebraciones que agradecen esos frutos. Estas tradiciones populares, muy vinculadas a la tierra y a la cultura, están profundamente arraigadas en las zonas rurales, y son una perfecta combinación de identidad, comunidad y vínculo con la naturaleza.
Numerosas festividades se organizan en torno a productos esenciales como castañas, calabazas, aceitunas, setas, uvas, manzanas, peras, nueces, etc. Estos productos llenan nuestras mesas y son símbolo de la abundancia de la naturaleza y del esfuerzo de la comunidad que los ha cuidado y mimado.
Raíces ancestrales que se funden con el presente y fortalecen el sentido de comunidad
Las celebraciones otoñales tienen a menudo raíces paganas y responden a un sentimiento de gratitud y de agradecimiento a la vida y los dones con los que nos provee. En ellas hay ingredientes comunes como el fuego, el baile, los cantos y, por supuesto, la gastronomía que lleva a la mesa estos productos con recetas de tradiciones que vienen de siglos atrás.
En estas fiestas tiene un papel protagonista la comunidad, en dos sentidos: primero, por el trabajo colectivo, y segundo, por el disfrute de compartirlo con familias, vecinos o visitantes que se unen y reúnen para organizar ferias, mercados y comidas populares. Quien ha estado en un magosto, por ejemplo, en el noroeste de España, no olvida el fuego, el calor, la melodía de la gaita y los pasos saltarines del baile. No olvida nunca esa atmósfera de comunidad que el olor a castaña asada convierte en un pretexto maravilloso.
Esa atmósfera es, sobre todo, un espacio de conexión colectiva y también de orgullo por una identidad donde reconocernos y encontrarnos a nosotros mismos, mientras las notas del Otoño de Vivaldi reverberan inconscientemente en nuestro interior.
Cualquiera sale fortalecido de estos espacios de encuentro. Son una muestra de orgullo por las tradiciones locales y un recordatorio del valor de la vida en armonía con la naturaleza. A través de estas celebraciones, las comunidades refuerzan su identidad cultural y transmiten conocimientos a las generaciones futuras.
Ya sea en torno a la castaña, la uva, la aceituna, la bellota o el higo, estos espacios de encuentro y disfrute celebran la resiliencia rural y un inmenso patrimonio transmitido de generación en generación, que amenaza con perderse si no lo preservamos. A través de estos productos del otoño y los rituales que los acompañan, las comunidades rurales fortalecen su tejido social y preservan sus valores locales frente a una globalización que iguala, confunde y aniquila las cosas más elementales.
Pablo Neruda y la oda a las cosas elementales
Pablo Neruda, el poeta chileno de ascendencia vasca, escribió una serie de Odas elementales, que no buscaban otra cosa que celebrar el valor de las cosas sencillas, reconociendo básicamente la maravilla de esas costumbres cotidianas de las que olvidamos su magia, como “la castaña en el suelo”, el murmullo, el “caldillo de congrio”, el otoño o el vino.
La castaña, por ejemplo, viene cada otoño con su color aterciopelado, su sabor suave y la elegancia perfecta de su brillo:
“Como un violín que acaba
de nacer en la altura
y cae
ofreciendo sus dones encerrados,
su escondida dulzura,
terminada en secreto
entre pájaros y hojas,
escuela de la forma,
linaje de la leña y de la harina,
instrumento ovalado
que guarda en su estructura
delicia intacta y rosa comestible”
(Pablo Neruda, “Oda a una castaña en el suelo”).
Reconectar con lo esencial
Conectad de nuevo o reconectad con esas raíces rurales que rinden homenaje a la vida rural y fortalecen la comunidad. A lo largo de todo el territorio de España, cada uno con su identidad propia, en una palloza, una masía, un cigarral o un cortijo, disfrutad de los productos de cada zona, revivid esas tradiciones que los celebran y deleitaos con la inmersión en comunidad de sus vivencias al calor de este fuego otoñal.
Tarde o temprano, tendremos que reconectar con lo esencial para encontrar nuestro equilibrio interior. El ideal de vida urbano, con sus cantos de sirena, nos ha desviado de las cosas importantes para vivir. Nuestro compromiso es revelar las fuentes de la belleza y el bienestar para resignificar el mundo rural y sus valores en torno a un nuevo relato que se proyecte en el imaginario colectivo.
Adelante!!!
Este artículo ha sido elaborado por María Martos y Juan Carlos Casco.