El sábado pasado mantuve una larga conversación con mis hijas (23 y 26 años) sobre los problemas y realidades de su generación. Buscaba aproximarme desde sus perfiles académicos (psicología y sociología – economía) y experiencia vital, a su percepción y diagnóstico sobre su día a día, relaciones, entorno y prácticas sociales.
Coincidimos en que para entender las realidades que definen las diferentes épocas y generaciones, el elemento clave a analizar es el valor que se da a las promesas y los compromisos. Y que ello determina, en gran medida, aspectos como la confianza, la seguridad, las posibilidades económicas y laborales, la calidad de las relaciones personales, el estado emocional o la salud mental.
Deterioro paulatino de las promesas.
Para contextualizar el asunto, les conté que en la generación de mis padres, el valor de la palabra dada era una divisa común que estaba generalizada como práctica social. A tal punto era así, que para sancionar buena parte de los actos que hoy necesitan abogados, jueces y notarios, como cerrar el acuerdo para la compra de un una casa o un animal, bastaba un apretón de manos. O cuando dos personas se hacían la promesa mutua de vivir juntas (se prometían), el vínculo que se generaba era muy sólido.
Aunque buena parte de las personas de mi generación fuimos educadas en esta práctica, la realidad es que la hemos relajado extraordinariamente.
Mi hija pequeña, que es muy viva, no me dejó siquiera hacer la pregunta obvia para conocer su visión sobre el asunto, y me espetó: papá, si quieres un titular para alguno de tus artículos acerca del valor de la promesa en nuestra generación, aquí lo tienes: “la muerte de la promesa”.
A partir de ahí, desde esa raíz, me ofrecieron con toda coherencia un argumentario completo de problemas y realidades que viven en el día a día (relaciones personales insatisfactorias, ambientes laborales tóxicos, tensiones emocionales, individualismo, falta de confianza en el futuro…).
Recuperar el valor de la palabra dada.
Hemos convertido nuestros gustos personales, deseos peregrinos e intereses momentáneos en la sala de máquinas de nuestro actuar, desarrollando todo tipo de argucias para distraer nuestras promesas y escaquearnos de nuestras responsabilidades, hasta el punto de normalizar la falta de compromiso en nuestras relaciones y vida social, lo cual representa una fuente de sufrimiento y desconfianza para hacer cosas juntos y vivir una vida plena.
Parafraseado a Fernando Flores, el gustar no puede ser el fundamento del vivir. El pegamento de una sociedad es la fuerza y el valor que otorgamos a las promesas, porque todos los actos que definen nuestra vida en común se sustentan en promesas y su cumplimiento (casarse, tener hijos, crear una empresas, formar parte de una organización, firmar un contrato de trabajo…).
No quiere decir que algunas de las promesas fundamentales que hacemos en la vida (cuando nos unimos con otras personas o nos casamos), sean condenas perpetuas. Siempre puede haber circunstancias sobrevenidas que aconsejen romperlas cuando los perjuicios que generan son mayores que los beneficios. Pero hay compromisos insoslayables que están por encima de cualquier circunstancia, por ejemplo, la responsabilidad que uno adquiere cuando tiene un hijo o resarcir a la persona que hemos causado un daño.
Los costes de la desconfianza son también económicos.
Los costes económicos por falta de confianza son muy altos y empobrecen a los países, porque toda su estructura organizativa y burocrática está en función de la responsabilidad de la gente. Una sociedad que no cumple sus promesas fundacionales dispara sus gastos de funcionamiento (policías, abogados, jueces, fiscales, funcionarios a tutiplén y supervisores de todo pelaje; cuestión que se traduce en el aumento de gasto público y los costes de producción de bienes y servicios.
El deterioro de la promesa y el descompromiso son la causa principal de la crisis social de nuestro tiempo.
Necesitamos volver a recuperar la confianza, porque una sociedad sin fuertes vínculos es una sociedad invertebrada. Y esa tarea corresponde a cada ciudadano, pero sobre todo a nuestros referentes públicos, que han de hacer de la palabra dada algo innegociable. Nadie nos obliga a prometer, es un acto libérrimo, pero cuando lo hacemos debemos ser conscientes de las consecuencias que implica, siendo necesario elevarlo a imperativo categórico en sentido kantiano (automandato que ha de regir nuestro comportamiento).
Nihilismo, relativismo moral e individualismo destructivo.
La única manera de reconstruir una sociedad carcomida por la desconfianza es recuperar las prácticas sociales basadas en la puesta valor de la palabra dada como patrón de conducta. Solo así podemos parar la crisis social que se precipita sin freno de generación en generación. Solo desde ahí podemos frenar el terremoto de nihilismo, relativismo moral e individualismo al que parece abocada nuestra sociedad. Pensadores como Bertrand Russell ya advirtieron a principios de siglo XX de la ola decinismo (falta de valor de la palabra) que se ceñía sobre la sociedad.
La erosión de la promesa como factor de cohesión social es una tendencia fácilmente constatable, aunque no se puede generalizar porque es una realidad asimétrica y cultural. Honrar las promesas sigue siendo una práctica social habitual en muchos países y tradiciones, igual que dentro de los países donde se ha deteriorado, hay personas y comunidades que la mantienen como norma.
Seguir confiando como norma.
Pese a todo hay que seguir confiando a toda costa. Es preferible asumir los perjuicios que derivan del incumplimiento de las promesas y pagar esa cuota, que vernos privados de los beneficios y las ganancias que nos da una vida basada en la confianza en los demás.
Adelante!!!