Una sociedad excitada por la fantasía de la seguridad.
Vivimos más años, tenemos más bienes, pero somos más infelices. La búsqueda de la seguridad ha creado sociedades donde la mayoría de ciudadanos aspiran a ser funcionarios. Hasta tal punto es así, que el sistema está diseñado para estudiar por largos años, vivir la tortura de años de oposiciones y, por fin, aquellos que lo consiguen, lograr un empleo de por vida del que nadie podrá separarle salvo flagrante delito (y muchas veces ni así).
Y una vez llegamos a la meta, comienza el deseado relax, a sabiendas de tener una patente de corso que nos protege. Muchos incluso nos despreocupamos y holgazaneamos sin pudor alguno ni miedo a la reprobación, acogidos al imperio de la ley del mínimo esfuerzo y la desidia, bajo la permisividad insultante de la función pública. Y así todavía, el sistema renqueante logra funcionar a duras penas bajo mínimos, porque también en este despropósito hay muchas personas con compromiso y dedicación.
Para llegar al destino deseado hubo que sacrificar muchos años, vivir muchas frustraciones y privaciones, someterse a una tortura personal que hicimos extensible también a nuestras familias. Y cuando llegamos a la meta, al poco tiempo, resultó que la deseada Arcadia no era tal. La felicidad no estaba al otro lado, ¡qué despropósito!
Una sociedad que encaja a los individuos en un sistema burocrático.
En muchos países del mundo, desde que nacemos, sin elegirlo ni preguntarnos, ya nos han puesto en la ruta de ser funcionarios o, en el peor de los casos, en trabajadores por cuenta ajena. Y el sistema educativo es el encargado de hacer la tarea, entrenándonos pa memorizar información y responder preguntas enlatadas, hasta convertirnos en seres unidireccionales y acríticos. Y todo ello en nombre de una supuesta seguridad, que no nos libra siquiera de terminar quemados. Y todo esto te lo digo con conocimiento de causa porque durante varios años de mi vida fui funcionario y sé de lo que hablo.
Aún a riesgo de resultar frívolo, pues todo esto que presento como un problema ocurre en países ricos, algo que puede parecer insultante para miles de millones de personas del mundo que luchan cada día por sobrevivir. Al final resulta que en plena “sociedad del bienestar”, la mayor parte de los individuos con sus necesidades resueltas están quemados. Hay muchos multimillonarios quemados porque esperaban ganar mil millones y solo han ganado cien. Hay muchas personas pobres que están quemadas porque no encuentran un empleo. Hay muchos trabajadores quemados porque no les satisface el trabajo. Hay muchas personas quemadas que ganan suficiente dinero pero tienen que trabajar más para seguir la moda. Hay muchas personas quemadas porque trabajaron duro para conseguir el coche de sus sueños pero resulta que el vecino se compró al día siguiente uno mejor. Hay muchas personas que encontraron la “seguridad” de un trabajo de por vida y están quemadas… Vivimos en una sociedad quemada, una desgracia que merece una reflexión.
Una sociedad que ha logrado esquivar el dolor pero no el sufrimiento.
Solo hay que darse una vuelta por los consultorios médicos o mirar los problemas psicológicos de la población para darse cuenta que nuestra sociedad está enferma, y los síntomas que lo delatan son la queja permanente, la insatisfacción, las excusas, la reivindicación de derechos, la negación de deberes, el egoísmo, el resentimiento, el miedo, la culpa o el cinismo.
Aunque vivamos más años, vivimos más obesos, con más problemas emocionales y más insatisfechos. Hasta el punto que mucha gente se plantea si merece vivir una vida así, disparándose los problemas con las drogas, el alcohol o el suicidio.
Definitivamente nuestro mundo está mal diseñado, sus fundamentos hacen aguas por todas partes. El desarrollo científico y tecnológico y su traslación a la producción de bienes y servicios no han logrado mejorar el bienestar físico y emocional de las personas. Aunque depredamos y agotamos los recursos naturales y contaminamos la tierra, el agua y el aire hasta cambiar la química de la atmósfera y los mares en nombre del progreso, no logramos mejorar la felicidad.
Aunque conseguimos un crecimiento del PIB a costa de la destrucción del planeta, esto no se traduce en la mejora de la felicidad de la gente. Aunque producimos cada vez más alimentos, no logramos erradicar el hambre y tenemos más personas obesas mientras en otros lugares del mundo mueren muchas personas de hambre.
Aunque tenemos más cosas materiales, estamos cada vez más insatisfechos e infelices y no somos capaces de escapar del círculo vicioso del cuanto más tenemos más necesitamos. Así, consagramos cada vez más tiempo a un trabajo que no nos llena, para poder pagar una lista de deseos que no para de crecer, convirtiéndonos en esclavos de la modernidad y las modas.
Una insatisfacción que abona el terreno al fascismo.
A medida que los sentimientos nobles relacionados con la solidaridad, la empatía o la compasión, se ven sustituidos por la envidia, el egoísmo o el postureo; convirtiéndonos en adolescentes que se creen con derecho a todo y sin ninguna responsabilidad que cumplir, allanando un camino a la ultraderecha y el fascismo que nos han hecho creer que somos dueños del universo por derecho propio a costa de la inmolación del diferente, el emigrante o los más débiles.
El tiempo que antes empleábamos en conectarnos con la naturaleza, exponernos a la belleza, alimentar la curiosidad, crear cosas nuevas o simplemente dejar el tiempo pasar y aburrirnos, lo hemos sacrificado por otras actividades que nos aportan menor recompensa.
Aunque tenemos más bienes materiales no somos más felices. Nuestra sociedad ha encallado y necesitamos una refundación, repensar nuestro mundo y renovar el contrato social que nos dimos, poniendo en crisis muchos principios que diseñamos para alcanzar la felicidad y nos están llevando a un callejón sin salida, incluida la destrucción irreversible del planeta.
Algo tenemos que hacer y tenemos que hacerlo pronto, porque nuestra sociedad está cada día más quemada.
Adelante!!!
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