El nacionalismo junto con el fundamentalismo religioso es una de las peores enfermedades que puede sufrir el ser humano por los efectos destructivos que causa. Sería bueno que te sometieses a una prueba para saber si estás contagiado. Muchas personas la padecen y sin querer la pueden transmitir. La buena noticia es que tiene cura.
Como seres humanos somos imperfectos e inacabados, punto de partida que nos abre al aprendizaje y al crecimiento. Como contrapunto, la interpretación metafísica del pensamiento occidental en los últimos 25 siglos nos dice que el ser humano es una realidad definida, eterna e inmutable; bajo ese entendimiento muchas personas y comunidades se autoetiquetan de la siguiente manera: «Yo soy así, nosotros somos así». Esta creencia nos lleva en ocasiones a fabricar una ilusión colectiva de pertenencia a un ser y un sentir auténtico, que nace en el principio de los tiempos y constituye una unidad de destino en lo universal (que dirían otros). Después, apoyados en nuestros poetas y literatos, creamos un relato épico e inventamos mitos y creencias para fascinarnos con la ilusión de que somos los mejores aunque no podamos demostrarlo.
Utilizar distintivos históricos (lengua, etnia o religión) como factores aglutinantes para definir un ethos particular, es como mínimo un ejercicio delirante, además de una aberración intelectual soportada en una visión reduccionista del ser humano encerrado en sus límites de creencias limitantes.
Se puede pertenecer a una banda, a una tribu o a una patria para cubrirse de nostalgia y revivir ritos y atavismos pasados por el tamiz del imaginario colectivo. Y ese ejercicio como mínimo exige el respeto obligado a que cada cual sienta y se manifieste como quiera.
Pero cuando los delirios de grandeza de lo propio, la sublimación de los hechos diferenciales y el sentido de pertenencia se utilizan como vara de medir o forma de excluir a los que no sienten igual, estamos ante un grave problema porque empezamos a hacer la vida imposible a todo el que siente o piensa diferente.
Coincido plenamente con la visión de Borges sobre el nacionalismo cuando lo refiere como «el canalla principal de todos los males. Divide a la gente, destruye el lado bueno de la naturaleza humana, conduce a desigualdad en la distribución de las riquezas».
Lo peligroso del nacionalismo está en la fragilidad de la condición humana ante el autoalago y la facilidad de la mente colectiva con su desbordante imaginación para inventar cuentos del pasado. Siempre he detestado a los líderes nacionalistas que han abrazado causas para desautorizar, reprimir o destruir a los que piensan igual.
Hay dos tipos de líderes, los que unen a la gente y los que la separan. Y el nacionalismo, aunque predica lo contrario, se basa en el segundo supuesto.
Los líderes mediocres saben que enarbolar la bandera de las identidades da buenos réditos, aún a riesgo de polarizar la sociedad y orientar la mirada colectiva hacia el pasado para sumirla en la dulce y narcotizante melancolía de lo que fuimos, porque a partir de aquí, se puede accionar la palanca para provocar una catarsis colectiva en cualquier momento.El nacionalismo contiene un cóctel reconocible de patógenos: egoísmo, flojera intelectual, arrogancia, falta de actitudes éticas y morales. Amén de una capacidad para atizar las bajas pasiones y los sentimientos como el miedo y el odio.
Las mayores atrocidades que ha cometido el ser humano han sido evocando a dios y a la patria. Los grandes canallas de la historia han enmascarado sus barbaries apelando a los valores supremos de las identidades compartidas, apropiándose de los símbolos colectivos para arrogarse en sus oscuras intenciones la defensa del bien común.
En todo nacionalismo convive un poso de negación de los otros, de maniqueísmo, de provincianismo paleto, de tufo a rancio y aspecto casposo, de frikismo… Un paradigma contrario al sentido de la armonía natural del universo. El nacionalismo surge cuando sacamos a relucir lo peor de nosotros mismos y lo vestimos de populismo.
Vivimos en una deriva global hacia la superación de las fronteras, donde los estados-nación tal y como fueron concebidos no tienen razón de ser, nos dirigimos hacia la integración en grandes sistemas en una sociedad y economía que se globalizan. Y justo en el momento que necesitamos un liderazgo que interprete este escenario para crear un nuevo orden mundial, nos crecen líderes enanos que nos trocean el mundo en lugar de abrirlo y expandirlo. Necesitamos líderes que nos convoquen al futuro, a lo que vamos a construir juntos desde la diferencia.
Nacionalismos grandes y pequeños. La supremacía de mi familia sobre la tuya, de mi pueblo frente al tuyo, de mi comunidad respecto a la tuya, de mi país con el vecino… El mismo cáncer con distintas metástasis. Los nacionalismos anidan en nuestro subconsciente en el momento en el que esgrimimos la superioridad en base a hechos diferenciales.
La misma simpatía me produce el estúpido que se apropia de los símbolos de la nación y se proclama guardián de sus esencias, como el que le imita y hace la misma jugada en una porción de la patria. En el fondo, ambos enfermos se necesitan en sus grandiosos delirios de «encabronamiento» para potenciarse y retroalimentarse.
En muchos pueblos, una parte muy importante de la sociedad asiste atónita al fuego cruzado de los bandos nacionalistas, sintiendo una tremenda vergüenza ajena del espectáculo que damos al mundo.
El nacionalismo tiene muchas similitudes con la intoxicación etílica, uno se siente el centro del mundo y especial por un rato pero tras el delirio, nos fallan las fuerzas para hacer las cosas importantes de la vida, y con ello quedamos en evidencia y con nuestra reputación a la altura del betún.
El nacionalismo en todas sus formas enfoca la energía y la mirada de las personas al pasado, a la falsa nostalgia de una épica inventada, a la pureza de sangre, a la uniformidad impuesta…. Gasta las fuerzas en las identidades, en lo que fuimos, cuando los retos que enfrentamos como humanidad nos convocan al futuro, a lo que haremos juntos, al disfrute de lo diferentes que somos, a crear un mundo nuevo superador del viejo.
Necesitamos un nuevo liderazgo para superar el enconamiento y la inquina que el nacionalismo ha sembrado en nosotros a lo largo de la historia, capaz de unirnos en los desafíos que enfrentamos como civilización y dejar en la cuneta a los nacionalistas de todos los pelajes. No hay nacionalismos buenos y malos.
Como muchos millones de compatriotas desapegados de todo atavismo, tengo un profundo sentimiento hacia mi historia y las personas que la construyeron, como ser humano no soy ajeno a ninguna veleidad, pero en un esfuerzo ético, mi historia y la de mis seres queridos y sus descendientes, no es más valiosa ni auténtica que la de los siete mil millones de ciudadanos que son mis vecinos.
La nueva etapa que vivimos nos exige una nuevo posicionamiento ético y moral, cuyos principios exigen no categorizar mi lengua, raza, cultura o historia por encima de las tuyas.
Apelando a la autoridad indiscutible de Kant, las bases del nacionalismo son incompatibles con la ética y el imperativo categórico: «Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal. Obra como si, por medio de tus máximas, fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de los fines».
Parece que no hemos aprendido nada de la historia, del efecto destructor de los nacionalismos en todas sus manifestaciones. Incluso en países en los que hemos convivido durante décadas con la peor baba de un nacionalismo espurio.
La educación es la única cura efectiva para el nacionalismo, por eso es tan combatida, justo porque pone en evidencia sus fundamentos intelectuales. Cuando aprendemos y adquirimos distinciones culturales de la realidad a través del estudio de la historia, la biología, la sociología, la psicología…; se pone en evidencia que los hechos diferenciales no pueden ser motivo para otorgarnos ventaja frente a otros, desmonta la «culturina» y la «moralina» de toda su base ideológica subyacente.
Viajar también es buen antídoto. Cuando conocemos otras culturas descubrimos que no somos el ombligo del mundo, que la diversidad histórica es el fundamento para construir la unidad de acción de la raza humana.
Escuchaba el otro día unas palabras de un astronauta acerca de la observación de la Tierra desde el espacio, y su sobrecogedora visión de una superficie sin países ni fronteras, cuyo fraccionamiento y categorización sólo es una obra artificiosa del ser humano.
Seguimos tropezando en la misma piedra, con nuestra capacidad desbordante hemos conseguido logros impresionantes, sin embargo no somos capaces de visualizarnos como especie endémica sobre un planeta que constituye una anomalía cósmica, como único y compartido espacio verdadero con valor patrio y superpoblado de unos pequeños e inquietos diablillos surgidos en África y episódicamente obsesionados con reducir y trocear el mundo. ¿Acaso sólo un cataclismo puede propiciar que nos sintamos miembros de una sola patria?
Abogo abiertamente por una nueva cultura del liderazgo y de las organizaciones humanas, que concentren la energía colectiva en unir a las personas en los grandes desafíos que enfrentamos como civilización. El nuevo orden mundial sólo es posible desde el cosmopolitismo sobre la base de la paz perpetua (Kant) como ideario de la comunidad de naciones, recogiendo la larga tradición desde Alejandro Magno, hasta los constructores de la Unión Europea o el ejemplo de personas como Gorbachov o HA Wallace.
Echa un vistazo a estos números y lo entenderás todo: http://juancarloscasco.
Adelante!!!
Artículos relacionados.
http://juancarloscasco.
http://juancarloscasco.
http://juancarloscasco.
http://juancarloscasco.
http://juancarloscasco.
Pingback: Ser patriota. | El blog de Juan Carlos Casco