La mayor parte de las personas vivimos con la certeza de que nuestras organizaciones no cumplen los fines fundacionales para las que fueron creadas, los estados no funcionan, los gobiernos no funcionan, las instituciones no funcionan, las administraciones no funcionan, las organizaciones sociales y sindicales no funcionan, las organizaciones económicas y empresariales no funcionan, las organizaciones religiosas no funcionan, la institución familiar no funciona, nuestra vida social y en comunidad no funciona…
Pese a todo, tendemos a pensar que nuestro estilo de vida, trabajos, bienestar social y futuro de nuestras familias está garantizado aunque sea a trompicones. Y nada más lejos de la realidad, nuestro mundo está en crisis y todo lo que creíamos ganado se puede ir por la borda en un momento.
Las organizaciones humanas no son entes abstractos, están formadas por individuos y, por ende, son la caja de resonancia y expresión de nuestros comportamientos personales y miserias individuales.
La vida social se sustenta en promesas escritas y no escritas.
La calidad de nuestra vida en comunidad y las relaciones personales y sociales se basan en el cumplimiento de promesas, y eso nos permite vivir juntos en armonía y prosperar (o todo lo contrario). Las promesas sociales más importantes se ponen por escrito y se elevan a la categoría de leyes y normas de obligado cumplimiento (promesa de respetar la vida, la propiedad y los bienes ajenos, promesa para ejercer una profesión si se obtiene un título académico, promesa de poder comprar y vender bienes desde la creación de una empresa…).
Todos nuestros actos públicos y privados tienen su base en promesas que nos hacemos y su cumplimiento, y todas las instituciones y organizaciones nacen para hacer y recibir promesas promesas. Así, cuando pertenecemos a un país, asumimos la promesa de cumplir sus leyes, pagar impuestos y acomodarnos a las promesas sociales de esa comunidad.
En nuestra sociedad hay “promesas fuertes” como la unión en pareja, así cuando dos personas declaran su intención de vivir juntas, decimos que están prometidas, y cuando la unión se constituye y sanciona por una autoridad da lugar a unos compromisos de por vida que atañen a los cónyuges, las familias, los hijos y descendientes y la sociedad en su conjunto.
El armazón que vértebra y cohesiona nuestras sociedades es la compleja red y cadenas de promesas, algunas de las cuales no están escritas, pero de cuya cultura de cumplimiento depende el valor social de una comunidad. Cuando las personas adoptan prácticas de incumplimiento o distraen sus promesas, las cadenas y las redes sociales se rompen y la sociedad entra en crisis. En muchas sociedades modernas, la promesa ha perdido su valor, lo que trae consigo el aumento de conflictos, delitos y frustración social.
La mayor parte de las personas de mi generación fuimos educadas en unas prácticas sociales que se basaban en honrar las promesas escritas y no escritas, donde la palabra dada era suficiente para sellar un acuerdo. Hoy por hoy, las referidas prácticas se han deteriorado y nadie se fía de nadie. Por eso, cualquier acto precisa de la mediación y sanción de una autoridad, con los gravosos costes económicos y sociales que conlleva.
Cuando las personas dejamos de cumplir las promesas más básicas, la estructura social entra en crisis y se deteriora. Por tanto, revertir la situación no es un asunto de promulgar nuevas leyes (una legislación más dura garantiza llenar las cárceles de personas, no termina con el problema de base y crea otro añadido), es un asunto de responsabilidad individual, cultura y educación ciudadana a todos los niveles. Para revertir la situación, parafraseando a Gandhi, si quieres que el mundo cambie, sé tú el cambio que quieres ver en el mundo.
La mayor parte de las personas hemos dejado de honrar nuestras promesas.
Vivir juntos significa reconocer y aceptar compromisos mutuos (de los padres con los hijos, de los hijos con los padres, con la pareja, del empleador con el empleado, del empleado con el empleador, con los vecinos, del administrador con el administrado…). A su vez, estas cadenas de compromisos están entrelazadas, y cuando una se rompe, el resto se quiebra.
La consecuencia es la sociedad descomprometida que tenemos, donde nadie se fía de nadie y los costes de la desconfianza se disparan lastrando y empobreciendo nuestras relaciones, economías y potencial de hacer cosas juntos.
Cuando en una sociedad se generaliza el incumplimiento de compromisos en todos los ámbitos de la vida, las familias se rompen, los hijos se desatienden, los mayores se abandonan a su suerte, los contratos se incumplen, las obligaciones con los más débiles se distraen… De ahí nace la sociedad del hedonismo y el cinismo (búsqueda del placer personal y pérdida del valor de la palabra dada).
En este contexto, la convivencia se resiente mientras se dispara el gasto público por los costes de confianza, a tal extremo que se convierte en el mayor gasto comunitario. Cuando la gente se convierte en incumplidora, se necesitan más policías, más cárceles, más abogados, más jueces y fiscales, más burocracia y control, más funcionarios… La vida se convierte en un calvario porque nadie se fía de nadie y el presupuesto público se gasta mayoritariamente en controles y supervisores, supervisores de supervisores, supervisores de supervisores de supervisores… Y la desconfianza acaba asfixiando a un país y lastrando su economía, creatividad, potencial de innovación, emprendimiento, liderazgo y talento.
Y así acabamos en un círculo vicioso presidido por la desidia y el escrutinio minucioso de cualquier acto público o privado, mientras proliferan las leyes, regulaciones, tratados, estipulaciones y contratos que casi nadie cumple.
Las sociedades sólidas son aquellas en las que hay una única forma de promesa (prometer y cumplir a rajatabla lo prometido), mientras que en las sociedades en crisis esta norma se relaja, habiendo grupos de personas que se rigen por la promesa verdadera (cuando prometemos con la decisión de cumplir), mientras lamayoría se mueven en torno a la promesa distraída (cuando prometemos pero luego descuidamos y no cumplimos) y la promesa mentirosa (cuando prometemos sin la intención de cumplir).
Este juego de “promesas débiles” unido a la ausencia de promesas valiosas que aten nuestras acciones a un propósito común, empobrece la vida y nos encamina desde el cinismo al nihilismo.
El incumplimiento es un cáncer con metástasis que no afecta a un solo órgano social, no se puede extirpar imponiendo medidas restrictivas ni con legislaciones duras, es un virus que está en nuestro interior, que solo se puede tratar apelando a la responsabilidad de cada ciudadano, desde la educación, la cultura y el refuerzo de los principios y los valores.
Una seña de identidad de nuestra sociedad está en eludir todo tipo de compromiso, una inmensa masa social de personas que no se comprometen con nada, y cuando lo hacen, sus compromisos son muy débiles (relaciones de pareja, emancipación, cuidado mutuo…).
Las excusas se han convertido en la moneda de cambio en nuestra vida social.
Cuando observamos que muchas personas prometen de manera mentirosa y descuidada, relajamos el valor de nuestros compromisos, y comenzamos a incumplir. Y cuando somos “cazados”, utilizamos la excusa para evadir nuestra responsabilidad y señalar a otros como culpables.
Cuando esto se generaliza, tenemos la sociedad donde vivimos hoy, donde todos nos echamos la culpa de lo que pasa y casi nadie asume su responsabilidad (los alumnos a los profesores, los padres a los hijos, los trabajadores a las empresas, los ciudadanos a los políticos, los pacientes a los médicos… y viceversa). La culpa la tienen los otros en una sociedad donde nos hemos convertido en auténticos maestros en el manejo de la excusa ¡Lamentable!
La queja ocupa las conversaciones y el tiempo que le teníamos que dedicar a la producción y la acción.
Cuando perdemos el hábito del compromiso y empezamos a escudarnos en las excusas, quedamos atrapados en el círculo vicioso de la queja.
Para que veas que no te miento, analiza la mayoría de las conversaciones en las que participas, verás como un buen número de ellas es para quejarte (de lo mal que lo hace el gobierno, de tus padres o tus hijos, de los profesionales sanitarios, de tu jefe o empleados…).
Y así, la vida se nos va en un quejido interminable que anula nuestras funciones superiores para hacer cosas productivas, cooperar, expandir nuestro talento y producir valor.
Si yo te pregunto: ¿Tú incumples tus compromisos? ¿Tú pones excusas atus incumplimientos? ¿Tú echas las culpa a otros? ¿Tú te quejas de manera permanente?… Seguro que me dirás que no. Pero si te pregunto si la mayor parte de las personas que conoces lo hacen, posiblemente la respuesta sea diferente. Quizá ahí esté el origen del problema y el comienzo de la solución.
A principios del siglo XX, el filósofo Bertrand Russell ya nos alertó de la ola de cinismo que estaba invadiendo nuestra sociedad, y no iba desencaminado, porque la ola inicial ya amenaza un maremoto cataclísmico, pararlo es nuestra responsabilidad.
Adelante!!!