Una pota roja

Por María Martos

Cuando he llegado a casa a media tarde he encontrado en mi puerta una pota roja, pequeña, aún caliente. Cuando he levantado la tapa, el olor me ha traído la ráfaga de algo que había casi olvidado: la sensación de estar en casa. El espacio no es solo algo físico, claro, es ademásemocional y afectivo. Mis vecinos habían dejado en mi puerta esta ollita, en un gesto hasta natural, cocinada a fuego lento durante toda la mañana, con la verdura del huerto que veo desde mi ventana, con la paciencia de guardar el unto de la matanza, con la simplicidad del que piensa en su vecino y con la generosidad del que no espera nada. Pote o pota, para nombrar cacerola o recipiente, generalmente de barro y ahora frecuentementede metal, donde se cocina un pote o potaje, es un término que se emplea sobre todo en el noroeste de España, León, Galicia o Asturias. También el unto (o manteca) es un término habitual en esta misma zona.

Las urbes concentran mucha gente, pero, en dirección inversamente proporcional, su deshumanización es evidente. Los apartamentos difícilmente llegan nunca a ser hogares, como mucho en tránsito, y puedes vivir más de 15 años en un piso sin conocer a ninguno de tus vecinos. Un acto de humanística amabilidad, en forma de ollita cilíndrica, en una gran urbe, podría calificarse de milagro, en primer lugar; y, después, sería interpretado en términos de extraño estupor, pudiendo llegar, por ejemplo, casi a la amenaza si se diera el altamente improbable hecho de que alguien que vive cerca de ti te dejara una cacerola humeante en la alfombra. Hasta habría quien llamaría a los artificieros si se encontrara en tal supuesto. Hablo con el conocimiento de causa de haber vivido en, pongamos que hablo de Madrid, casi la mitad de mi vida. Ir al Prado o al Reina Sofía al acabar la tarde, ver una exposición de fotografía de Ai Wei en la Fundación Mapfre el sábado por la mañana, algún gin tonic reposado al atardecer en la terraza del Círculo de Bellas Artes, pasear por la Feria del Libro Antiguo en el Paseo del Prado, tomar unas cervezas en la Latina el domingo a medio día son cosas que ahora recuerdo vaga y placenteramente, con disfrute, pero no las echo de menos. Casi no recuerdo nada importante de Madrid ahora. Si quiero ver un cuadro, ya me haré una visita virtual por los museos del mundo.

Una cantidad nada desdeñable de personas que vienen de las ciudades, pseudourbanitas inquietos –para esas etiquetas clasificadoras y uniformizadoras que tanto nos gustan– están iniciando una huida silenciosa, en dirección contraria al movimiento migratorio que entre los años 50 y 70 llevó a la gente a emigrar a las ciudades, vaciando los pueblos hasta en casi un 40%. Quienes recorren ese camino contrario ahora forman un grupo más heterogéneo, quizá menos uniforme, pero con unamisma razón: la oportunidad de una vida mejor, conectada a las cosas esenciales e importantes. No es una crisis de la mediana edad, ni un deseo insatisfecho, ni una frustración, ni es eco-postureo lo que impulsa esa búsqueda. Es una necesidad de volver a conectar con la raíz. Es el hartazgo de un modo de vida urbano que se revela claramente insuficiente, y que se ha vuelto insostenible en lo económico, en lo social y en lo íntimo. El encierro de la pandemia quizá nos ha puesto frente a un espejo que nos ha devuelto una imagen que no habíamos querido mirar de frente y que esos meses de aislamiento forzado, sosegadamente, nos devolvió una foto realmente vacía de las cosas que más importan, las que realmente alimentan el cuerpo, la cabeza y el alma. 

Además de potas calientes, mis vecinos, Marian e Hilario, me cuentan historias de los pueblos de El Bierzo, me llevan a recoger peras, me regalan sobremesas de tibia charla, me enseñan a coger pimientos para luego asarlos a la brasa y a regar el huerto, me ponen música de los 70. Después de unos meses creo que han dejado de preguntarse qué me ha traído aquí. Ahora simplemente saben que estoy.  Los que llegamos a entornos rurales o ciudades medias con esa marca nítida de lo urbano somos claramente identificables. Yo también reconozco a otros de mis iguales, con los que a veces me cruzo en los páramos leoneses, emigrantes urbanitas, neorrurales. Tenemos la mala costumbre de buscar nombres a las cosas. La nueva ruralidad no es un paisaje uniforme. A quienes no se han separado de la tierra, a quienes la han trabajo y sufrido, a quienes la han defendido hasta ahora se suman otros que vienen de fuera, con otros bagajes, con otra mirada, pero con ganas de aprender, de acercarse, de entender, de construir un nuevo espacio, de buscar nuevas oportunidades.

Hoy no tengo que preparar la cena. Además, no hace falta calentarla, porque esa ollita ha guardado el calor. Marian me comentó que a este caldo le va que ni pintado un huevo cocido, picadito fino. Voy a echárselo, sí. La primera cucharada cae en el estómago como una oleada que sabe a huerto. Mucho mejor con el huevo, sin duda. No voy a meter la pota en el lavavajillas, por si acaso. La voy a lavar a mano. Mañana se la dejaré a Marian en su ventana, porque la semana que viene, la próxima vez que cocine, esa pota volverá a mi puerta. Humeante, llena de humanidad, como si nada.

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