La profunda crisis que desangra occidente no es de origen material, está en el agotamiento de nuestro pensamiento y esquemas mentales para responder a las grandes preguntas del ser humano. La consecuencia de todo esto somos nosotros mismos, los occidentales, unos seres inseguros, asustados y arrogantes, teledirigidos por el ego, que perseguimos a toda costa el dinero, la fama y la compra de la seguridad. Porque en el fondo, lo que nos gobierna, es el miedo en todas sus formas, cuya raíz única es el miedo a la muerte.
Tan fuerte es el miedo a la muerte (de uno mismo y sus seres queridos), que durante los largos años de la niñez y la juventud se convierte en un hecho accidental que solo les ocurre a otros. Así somos educados sin abordar la muerte, como si no fuésemos a morir nunca, porque nos asusta y es contrario a nuestro ego, ignorando su realidad y convirtiendo su nombre en tabú. Pero cuando los años avanzan y vemos caer uno tras otro a nuestros conocidos y seres queridos, ese desgraciado acontecimiento que solo ocurría a los demás, ahora comienza a zarandearnos e interpelarnos, dejándonos inermes para enfrentar su abordaje con la naturalidad de un hecho consustancial del existir que nos iguala a todos. Mostrándonos que la vida es un tránsito al que con nada llegamos y sin nada nos vamos, algo que parece obvio pero que nos resistimos a aceptar y asumir.
2500 años sin resolver el dilema existencial.
Los occidentales procedemos de una raíz filosófica y cultural común que tiene su origen en Heráclito, Parménides, Sócrates, Platón, Aristóteles, la Escolástica y Descartes entre otros. Tras 25 siglos de quebrarnos la cabeza, aún, en lo fundamental, no hemos sabido ponernos de acuerdo en dos o tres cosas esenciales para generar un constructo (relato) y unas prácticas sociales que nos permitan fluir con la vida y aceptar la muerte con naturalidad para aliviar el sufrimiento y reducir nuestra presión existencial.
En cambio, otras corrientes filosóficas como las orientales, que en su día compartieron raíz con la tradición grecorromana, tomaron otra dirección y dieron a luz cosmovisiones más acordes a las necesidades y el equilibrio interior del ser para enfrentar la existencia de manera más satisfactoria, donde la muerte es vista como una etapa más en el tránsito a la perfección dentro de un universo más cálido y amigable.
Si ante las preguntas básicas que son el origen y fundamento mismo de la filosofía occidental para dar respuesta a los grandes misterios del mundo, como la relación entre sujeto y objeto o qué es lo real e irreal que interpelaba a Platón o Aristóteles; si el todo es eterno e inmutable (Parménides) o por lo contrario fluye y se transforma permanentemente (Heráclito); la dualidad del ser como cuerpo y alma que ya estaba presente en el siglo V antes de Cristo y de la que nos dio ración doble la Escolástica… Ni siquiera han sabido ofrecernos una prueba concluyente, una explicación satisfactoria o un atisbo de acuerdo para aliviar nuestra existencia y esquivar el miedo a la muerte y el sufrimiento que conllevan intrínsecamente estas cuestiones.
Solo desde la perspectiva de este trabajo inacabado por parte de los filósofos que han dado forma a nuestra arquitectura mental, podremos entender que de aquellos polvos derivan estos lodos, cuya consecuencia última es el gobierno del miedo, la más de las veces camuflado en desequilibrios psicológicos, egocentrismo, somatización de enfermedades y esquizofrenia social. Todo un conjunto de patologías que nos definen a los occidentales y que con una u otra intensidad padecemos la mayoría en algún momento de nuestra existencia. Pareciera que en occidente del Neolítico pasamos directamente a vivir en el “ansiolítico” por no encajar de manera satisfactoria la muerte en la ecuación del existir, mientras intentamos distraer su llegada empleando nuestra energía en acumular poder, bienes y prosperidad material, que en lugar de acercarnos a la felicidad nos aleja cada día más de ella.
¿El universo es amable u hostil?
Es una pregunta que se hizo Einstein y que aún no hemos resuelto en occidente, siendo otro pilar básico de nuestro sufrimiento y miedo a la muerte, de cuya respuesta y ambivalencia cuántica depende por entero nuestro comportamiento, grado de satisfacción con la vida y esperanza después de la muerte. Y digo cuántica porque como co-constructores del mundo que somos, tanto si pensamos que el universo es hostil o amigable estamos en lo cierto, porque el universo lo da forma el ser y la actitud del que decide habitarlo.
¿El universo es materia o energía?
Es el otro gran dilema de la filosofía y la ciencia que no ha logrado conciliar el mundo occidental para asentar su acción y servir de referencia a la sociedad. La visión material del mundo es la que gobierna el alma occidental, una interpretación donde emerge el ego como demiurgo atormentado permanentemente por el miedo.
Cuando la física moderna y el nuevo paradigma científico emergente comienzan a aliarse con los postulados del pensamiento oriental, validando sus principales planteamientos y revelando que el universo es energía (partícula y onda) como manifestaciones distintas de una misma realidad cuyo estado puro siempre es energía (la materia es una forma inestable y temporal de la energía que es eterna y no se crea ni se destruye, solo se transforma). Solo así tendremos a nuestro alcance el poder resolver algunos de los asuntos inconclusos de la filosofía clásica que han estado cercenando nuestro potencial de felicidad durante siglos, ayudándonos a liberarnos del miedo a la muerte y, por ende, a rebajar todos los miedos que nos atenazan.
Desde este esquema de pensamiento renovado, en conexión con las evidencias de la física moderna y el nuevo paradigma científico superador del newtoniano según el cual el universo era una máquina perfectamente ordenada y predecible, nos deslizamos al paradigma cuántico que nos revela otras leyes a nivel subatómico donde el entendimiento tradicional de la realidad que teníamos ya no es válido. A partir de aquí podremos acercarnos a una visión fractal del universo donde emergen nuevas leyes y dimensiones desconocidas capaces de redefinirnos y resignificarnos aspectos como el existir, la vida o la muerte.
Solo así, en alianza con el desarrollo venidero de la ciencia, podremos entender que la muerte no es el fin, es una mutación, un cambio de estado de partículas y ondas, una etapa del tránsito universal. Quizá, a partir de ahí, podamos profundizar desde el nuevo paradigma científico en la búsqueda de otros misterios mayores, como la búsqueda de la conciencia universal, que nuestra intuición nos dice que está ahí aunque no podemos demostrarlo. Cuando encontremos el hilo de Ariadna entre conciencia universal, conciencia personal (circunscrita a nuestra mente individual) y conciencia social que nos permite sentir y actuar al unísono como especie; cambiará por completo nuestra concepción de la existencia y el significado que asignamos a la muerte.
Al final, el nuevo paradigma científico revelará todos estos principios conciliando ciencia y fe, a medida que nos libera a los desgraciados y egocéntricos occidentales de un gran sufrimiento que amenaza con agotarnos y autodestruirnos.
Si hubiéramos tenido más abiertos los oídos a otras corrientes de pensamiento más antiguas como la sabiduría contenida en el Kybalión hace más de 5000 años, nos hubiera ido mucho mejor. Sus principios nos dicen que todo es mente (mentalismo); cómo es arriba es abajo, como es adentro es afuera (correspondencia); todo se mueve (vibración); todo es doble, todo tiene dos polos (polaridad); todo fluye y refluye (ritmo); todo efecto tiene su causa (causa y efecto). Postulados que para nada contradicen el paradigma de la ciencia normal y las leyes de la física con sus cuatro fuerzas fundamentales (gravedad, electromagnetismo, fuerza nuclear fuerte y fuerza nuclear débil), más bien las complementan y trascienden.
Ganar terreno al miedo que nos provoca la interpretación de la muerte es un imperativo categórico imprescindible para revertir la deriva de una civilización occidental que colapsa.
Adelante!!!